Periferias norteñas: de la indignación social a la oportunidad ambiental - Gabriel Díaz Montemayor

Me indigna que la mayor parte de la vivienda de interés social en periferias que se construye, y también destruye, en el norte de México no tenga a nadie que critique su condición externa a la ciudad, su aislamiento y previsible abandono. Ha prevalecido en la cultura de la región el abrazo a lo inmediato en función de plazos políticos y económicos. Gastos sociales y ambientales que pudieron haberse ahorrado y que hoy someten a esas poblaciones a niveles exacerbados de complejidad cotidiana en relación a otras zonas más conectadas, provistas y protegidas. Me indigna que los colegios profesionales y las escuelas no participen de manera suficiente para hacer que sociedad y gobiernos reconozcan e identifiquen esta problemática y, en consecuencia, desarrollen soluciones sugeridas ya en el paisaje construido. Y finalmente, enoja que un contexto mundial donde las crisis sociales y ambientales –clase, raza y economía, energía, clima y recursos naturales– son evidentes, no empuje reflexiones y acciones en los que diseñan y forman estrategias y tácticas del medio construido para hacerlo más justo y eficiente.

Las periferias de las ciudades norteñas mexicanas podrían activar conexiones entre las arquitecturas, los urbanismos y los paisajes, sustituyendo así a los panoramas de desesperanza, abandono, desecho, aridez e inseguridad que reinan actualmente. Al aterrizar o despegar de algún aeropuerto de ciudades como Monterrey, Chihuahua, Ciudad Juárez, Mexicali, Tijuana o Hermosillo, uno se encuentra con un paisaje que se descubre como un manto predominantemente natural salpicado por fraccionamientos de vivienda social que desintegran sistemas naturales con indiferencia, unidos al resto de la infraestructura de la ciudad por un hilillo, a veces dos, una calle con sección mínima que da acceso a vehículos privados y autobuses de transporte público. Las limitaciones en accesibilidad son compensadas por otra onerosa falsedad: la de la vivienda unifamiliar suburbana. Una tipología importada de Estados Unidos, solo que en esta versión se reduce en 20 ó 25% el tamaño, tanto del lote como de la construcción. Una versión encogida del sueño americano que se vendía tan bien hasta que llegó la sobre oferta y la sobre violencia a la región. Hoy no solo hay abandono en la predominante naturaleza interrumpida por esas periferias, también lo hay dentro de los vecindarios semiocupados. Lo que en Estados Unidos es el fenómeno de las McMansions y carteras vencidas (conocidos como campos rojos o red-fields) se refleja en México como colonias náufragas extinguiéndose en bancos de material y temor.

Partiendo desde la unidad básica del fraccionamiento flotante y rastreando a nivel de piso las conexiones y adaptaciones ya improvisadas por los habitantes, se vislumbra un escenario construido ahora desde abajo: primero, hay gran potencial en esa naturaleza aun desactivada socialmente como una oportunidad de proveer conectividad entre la agrupación de vivienda y sus espacios abiertos perimetrales. Segundo, formalizando, propiciando y proveyendo así una capacidad para la conectividad entre vecindarios, orígenes y destinos, actualmente separados por vastos vacíos, liberando el surgimiento de comunidades. Y tercero, integrando sistemas de espacio público –ocupando esa tierra vacante indefinidamente y sistemas hidrológicos o naturales– que requieren una relativa baja inversión en infraestructura y que están aun por diseñarse en la especificidad necesaria. Esta es una oportunidad de explorar ese dilatado cinturón de una manera que reconcilie lo urbano y lo natural, lo económico y lo social, aceptando la condición dinámica y temporal que paradójicamente hace posibles a los cuatro en el mismo espacio.