Comentarios para una geografía de la arquitectura - Carlos Mesa

Habitando la tierra… solo así aparece el lugar humano. No hay escape, no hay fuga: de tierra estamos hechos, tierra es lo que hacemos, tierra son nuestros rastros, nuestros lastres, nuestros hábitos… Especialmente cuando comprendemos que ella, la Tierra, no es simplemente el suelo pantanoso sobre el que nos paramos y nos movemos, o la que nos atrapa en sus fuerzas gravitacionales. Que habitar no es solo cultivar y cuidar el campo, ni erigir los monumentos para mantenerse y vigilar en la ciudad de piedra. Que la tierra no es solo física, no es solo materia prima, ni cifras, ni electrones… Tierra, Gea, es la exuberancia, la plétora sensorial que somos, nuestras apariencias y las apariciones posibles (las que todavía no se despiertan). Gea es nuestro desorden, nuestro caos ya nombrado; es el fondo de murmullos, de quejidos, de risas, de manchas en que estamos atrapados. Gea es nuestra extraña riqueza, nuestro afecto, nuestra afección.

Roces, contactos, tangencias, choques, proximidades, separaciones, distancias, repasos, repeticiones. Cuerpos y entre-cuerpos, erosiones y pelmazos, desprendimientos e incorporaciones, revestimientos, hábitos, habitaciones… hábitats: formas concretas del habitar, maneras poéticas del morar, sustancias plásticas del lugar humano, todas ellas, gestos y expresiones geográficas: segregaciones, heridas, limitaciones, grabados, impresiones, apariciones, emergencias, configuraciones, decorados, ornamentos, matices… del suelo fundamental, de su espesor vívido e informe. Forma, orden impreso en el caos telúrico, conjuras y ocultamientos de la tierra primordial; exactamente, tramas de las relaciones de supervivencia entre nosotros, entre nosotros y ella; afecciones de la Tierra, de la tierra exuberante que somos, tierra que, en nuestra aventura mortal, creemos hacer y que sin duda todavía nos hace.

Cada habitación es una definición, una determinación, una configuración, una escritura de tierra, sobre la Tierra, una inscripción de la tierra. De la tierra aterradora que, en algún momento, incorrupta, sin trato, sin roce, constituye nuestra perdición, pero que, a la vez, también, feliz o nutritivamente, conforma el cimiento de nuestra emotividad. Cada habitación es un surco en el suelo, un grabado de ese suelo fundamental que lo reduce, que lo mide o lo calcula (geometría), que lo sosiega o lo conjura, que lo hace paisaje, dejando más allá el exterior, fuera del campo pictórico. Pero también, en el mismo instante, un grabado licencioso que, al excluirlo, revela, como en una ventana siempre abierta, la acogida, admisión o apertura de ese mismo exterior emocional, antes proscrito.

Comprometida la arquitectura con la invención de mundo, con la creación o producción del lugar humano, su labor constituye una manera singular de esculpir la tierra primordial: despejar, marcar, mostrar, asegurar, cultivar y cuidar; dejar aparecer un ámbito ordenado y sensible en la informe extensión telúrica. Pero no solo ordenado o reglado sino también y ante todo vivo, partícipe de lo viviente. Un ámbito abstracto pero también vívidamente sensible. Un ámbito celestial (inmortal, inteligible) aunque todavía terrenal (mortal, sensible).

Esta dualidad poética, esta tensión creativa constituye la peculiaridad geográfica de la arquitectura; compleja tensión entre las formas del orden y las maneras de la sensualidad cuyo equilibrio sitúa a su obra en un umbral: habrá de tenderle a la terrosa sensualidad desbordante una geometría del cálculo de control, de dominio; habrá de cribar con alguna razón el extenso territorio de la sinrazón, pero no olvidará el flujo sensual de lo viviente. Arquitectura de la polis de tierra pero también borde de contacto con la emotividad irrenunciable.