El ineludible ejercicio del no - Gustavo Diéguez

Nos contentamos con usar las palabras recién llegadas, como a aquellos juguetes que recibíamos de regalo en la infancia y que terminábamos por malograr al poco tiempo. Las usamos aliviados de actualidad sin darle precio a aquellas otras que forman parte de nuestra historia desde el principio de los días; las palabras que no se agotan con un par de usos y sobreviven más que cualquier circunstancial argumento. Una de ellas es no, un término debilitado desde la condena social a la inacción. El ejercicio del no ha devenido en excepción por este motivo que pareciera atentar contra el ámbito de las actividades productivas y las afinidades afectivas. Por su condición de pérdida lo hemos ocultado detrás de los conceptos, ignorando su propia materia conceptual. El no resuena tan fuerte como el peso del silencio entre las palabras que pronunciamos. Y es el propio cansancio el que termina por dejarnos escucharlo. Es así que por momentos logramos tomar conciencia del ejercicio placentero del no a riesgo de caer en la trampa tendida por la imagen de la encrucijada y el desdoblamiento de la trama vital como un camino sembrado de aciertos y equívocos. La ilusión proyectada sobre el uso del no supone la elección binaria ante una senda que se divide por un camino alternativo que asume un destino de signo contrario al de un prefigurado y correcto sí. Placer y disgusto se entrecruzan entonces en el ejercicio del no, aunque si asumimos finalmente que el disfrute del rechazo está alojado en el mismo lugar del sufrimiento, o que en todo caso el no siempre prefigura y contiene a un si, podríamos comenzar a disolver la presunta dualidad con alivio, por más que no sea sencillo para la constitución idiosincrática que forjó nuestro carácter.

Los argentinos supimos cifrar el momento del renunciamiento como un acto compuesto por la épica y el dolor de lo inevitable, lo asimilamos a nuestra propia tradición religiosa asentada en la veneración del martirio y del cambio completo del rumbo de la historia. Es que el renunciamiento de Evita estaba condicionado hasta por la misma muerte que la acechaba. La presunción de esta marca metonímica, escogida aquí como un patrimonio de uso colectivo, es solo un delicado intento a los fines de labrar una identidad prehistórica que explique convencionalmente las razones del procedimiento determinista de la narrativa histórica, definida como una cadena de decisiones a través de la cual se argumenta todo acontecimiento. Un anticipo a la lógica de ceros y unos que hoy nos determina. Entonces, la decisión que no se toma habrá de representar la muerte expresada en aquel camino que no se escogió y que despertará la pregunta por lo que hubiera pasado de haberlo hecho. Como rechazo o como resignación, la renuncia es el reflejo de lo no acontecido, una estela invisible de conjeturas sostenida en la creencia en el destino, es la misma materia con la que se construye el olvido insobornable.

Aún nos queda tiempo para ponerlo en duda.