Indignados y/o conectados - Manuel Villa

Parece que la indignación solo nos permite entender la existencia de un desacuerdo, de una desconexión, de una no-correspondencia; la evidencia de que se ha sobrepasado ciertos límites y que la indiferencia de unos es la indignación de otros. Los actos movidos por la indignación de alguna forma solo han sido percibidos y valorados desde su capacidad de resistencia, de rechazo y de oposición; haciendo más énfasis en lo que nos separa que en lo que nos une y relaciona.

Hoy una situación de indignación, además de exponer la ausencia de ciertas correspondencias para garantizar una convivencia articulada y sostenible, demuestra, entre otras cosas, que contamos con alta capacidad de convocatoria y solidaridad, que vivimos en un mundo cada vez más informado y conectado, y por lo tanto, más consciente y participativo. Y, sobre todo, la indignación muestra que nada de lo que está inscrito dentro del plano de nuestra existencia opera de manera aislada; que los actos individuales y singulares, por pequeños e insignificantes que parezcan, tendrán siempre repercusiones en lo colectivo.

Si entendemos que nuestros planos de convivencia y de relación operan de una manera más interconectada y compleja, y a eso le abonamos una perspectiva más amplia sobre nuestra existencia –que integre otras realidades más allá de lo humano–, podremos ampliar y expandir nuestras escalas de percepción y nuestra capacidad de acción. Sin embargo, esta concepción sistémica de nuestra existencia, en donde los hechos están relacionados funcionalmente, es una ganancia, pero no ofrece garantía de un funcionamiento armónico; este debe construirse. Cada acción o determinación individual, además de corresponder con un contexto particular, debe tener la capacidad de inscribirse, articularse, con otras situaciones para construir un paisaje diverso y sostenible. No se trata de moverse de un plano a otro, perdiendo la forma y la determinación, tampoco de construir un paisaje excesivamente texturizado y confuso; se trata de asumir que las acciones individuales serán valoradoras y respetadas de acuerdo a su capacidad de integración y convivencia con otras realidades, y que entre unas y otras se construirá un sentido más natural de lo colectivo.

Los recientes actos de indignación nos permiten entrever que hemos llegado a una coyuntura pero también a una oportunidad. Será una interesante ocasión si la aprovechamos para hacer una relectura de nuestra sociedad y de su relación con el entorno, integrando nuevos intereses para reconstruir el sentido de lo colectivo. Es evidente la necesidad de un nuevo discurso que atienda a la realidad de una manera dinámica e integradora, un discurso abierto que permita una constante renegociación que nos dote de mayor resistencia para adaptarnos a los cambios o evoluciones constantes de nuestra sociedad. La arquitectura como acción política debe reconocer la responsabilidad que esto conlleva; operando a partir de estructuras y de sistemas más abiertos e incluyentes que se acoplen reconociendo los existentes, que no teman integrarse, para que a costa de su forma original se construya una tercera forma compartida y mixta, superando la condición genérica e inmediata de la indignación.