Medellín ciudad de Los cabos, Prestige y Baressi - Federico Mesa

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¿Qué tiene que ver la marca de muebles Natuzzi con la ciudad de Lyon o con el cantante Ceratto? Aparentemente nada. Pero es usual verlos juntos en nuestras ciudades latinoamericanas en el contexto de la publicidad de proyectos inmobiliarios que nos bombardean en las calles. Hace unos días me vi en la tarea de buscar apartamento en la ciudad de Medellín y me encontré con este derrame publicitario que ofrecía vivir en edificios llamados de modo tan rimbombante. Aparentemente nada más que nombres referidos a lugares u objetos de cierto prestigio para atraer a posibles compradores.

Pero detrás de esa gama de nombres en italiano, de apelativos referidos a magníficos lugares geográficos o a ciudades estupendas, existe un negocio inmobiliario que ha dejado en segundo plano, o en suspenso, a la arquitectura, y que nada tiene que ver con los nombres y las características espaciales o ambientales que insinúan sus floridas denominaciones.

Muchas de estas empresas inmobiliarias en Medellín venden apartamentos de varios tamaños y precios pero que no se destacan por la variedad de tipologías, materiales o por la diversidad de formas espaciales o maneras de habitar. En general son las mismas tipologías de apartamentos que cambian de tamaño. Las torres se diferencian por los elementos marginales (piscina, gimnasio, club house, etcétera), y se igualan por la portería, el cerramiento de malla y púas metálicas y los niveles de parqueaderos que constituyen la base de la edificación. Entonces, ¿dónde quedan el bosque, el rosal, lo nativo, el olivo, el mediterráneo, por no decir más? ¿En los volantes publicitarios y en la imaginación de los posibles compradores?

La mayoría de los proyectos que se ofrecen no pueden responder por las maravillas que sus nombres sugieren: es evidente que ellas no son más que fragmentos de campañas publicitarias para establecer diferencias sin que medien cambios arquitectónicos significativos, sin proponer verdaderas cualidades habitacionales. Y esta situación se acentúa a partir del esquema de negocio inmobiliario por excelencia en la Medellín actual; la venta de viviendas sobre planos, unos que difícilmente podrían entender los compradores-usuarios; renders casi siempre maquillados y dibujos que en muchos casos ocultan defectos: la presencia de un futuro intercambio vial cercano, la mala orientación con respecto al sol, la carencia de espacios intermedios como balcones o terrazas – importantes en una ciudad tropical–, la gran distancia a la que está ubicado el edificio de un espacio público o de una tienda, entre otras características; para no mencionar el grave daño que este tipo de suburbanismo genera en una sociedad.

Los nombres no son importantes, podrá decirnos cualquier sujeto: se construyen en el tiempo. Muchas ciudades del mundo solo identifican sus edificios por la dirección, otras suman a esa dirección el nombre de la calle. En Medellín existe este hábito de reconocer los edificios a través del nombre de un lugar. No nos parece mal que así se haga, siempre y cuando esos nombres atestigüen, describan o nos expliquen al menos parte de las características geográficas o espaciales que constituyen. ¿Cómo vamos a negar que es interesante que un edificio que posee un patio con un árbol frutal se llame El Mandarino? ¿O que un barrio de trama irregular se llame El Garabato?

Me siento indignado ante este sistema inmobiliario que para competir repite hasta la saciedad modelos y esquemas espaciales que parecen estar pensados solo para un tipo de familia. Sistema que además de renunciar a ampliar el rango de maneras de habitar, construye una ciudad homogénea e impermeable y nombra las arquitecturas con lo que ni se es ni se tiene. Factor que impide destacar, construir o disfrutar lo que sí tenemos. Esta circunstancia es comparable a la que explica John Berguer en Mirar –el traje y la fotografía–, la del campesino que cede a la tentación de vestirse de traje y corbata cuando va a la fiesta del pueblo: el problema del campesino no es verse feo porque se pone un traje que no se adecua a su cuerpo debido al tipo de vida que lleva basado en el esfuerzo físico, sino que sucumbe ante la clase del otro. Sucumbe ante su hegemonía cultural.