Salir del balcón

Se dicen muchas cosas buenas sobre las manzanas del ensanche de Barcelona: ciudad compacta, caminable, de vecindarios, de escala humana, última ciudad diseñada, democrática, etc. Se alaba su espacio público y la capacidad de mantener en sus calles diferentes velocidades y sistemas de transporte. Se trata de una ciudad que combina vías para autos con andenes, árboles, cruces peatonales, ramblas, parques, tranvía, estaciones de metro, ciclo rutas y muchísimos paraderos de autobuses. Ahí no se trata simplemente de peatonalizar zonas, sino de articular posibilidades para que cada quien pasee por la ciudad como desee.

Pero también se mencionan inconvenientes sobre estas manzanas: apartamentos mal iluminados y ventilados, estrechos y profundos, compartimentados. Los patios interiores están en su mayoría privatizados y sin acceso a nivel de la calle. ¡Esto último, que parece un problema, genera una situación interesante!:

Un espacio público de la calidad del de Barcelona, uniforme y dispuesto para todos, parecería implicar una vida privada abigarrada llena de particularidades, justamente la que aparece al interior de los patios de manzana. Pero en esos recintos cada balcón transformado, es una cabina-galería para mirar la vida del vecindario: persianas, plantas y ropas tendidas extienden la arquitectura, la exponen al viento y le agregan movimiento. Interesante ver los edificios en acción, cubiertos de ropa, de telas de colores, cambiantes, constituyendo nuevos espesores de las fachadas. Vemos la arquitectura en acción, cada edificio enseña cambios, diferencias; accedemos parcialmente y sin compromiso, a la vida de los otros. Cada vecino alcanza un grado de expresión que quizá afuera como peatón no logra. Cada balcón da cuenta de ello. Barcelona no sería la misma sin estos interiores expresivos, marginados del planeamiento. Para mantenerlos no es necesaria una campaña publicitaria.

Esta manera, que en nuestro contexto equivale a pobreza e inferioridad social, de expresarse en los balcones -tender la ropa, pegar un cartel o salir a tocar las cacerolas- me parece que es parte del patrimonio de la arquitectura catalana. Un mundo en el que es posible que cada quien se tape del sol o tienda su propia ropa como le parezca sin molestarse o sentirse frustrado.

¿Quién inventó la norma de que las fachadas de un edificio de apartamentos –lo que no es estructura, redes o equipamiento– no pueden ser transformadas por sus propietarios? O, que, ¿en los balcones no puede tenderse ropa, agregar artilugios y decorados, ordenar muebles, trastos o bicicletas? Parece que ahora hasta las plantas de los balcones deben acordarse. Estas normas y costumbres quieren controlar la vida, detenerla, encorsetarla.

Vivir la democracia implica maravillarse con las diferencias existentes entre cada balcón ¿Por qué nos pone nerviosos que la gente cambie las cosas donde vive si esto no atenta contra la salud de nadie?